Columna de Opinión: El consentimiento informado en la regulación chilena: avances y desafíos a propósito de poblaciones vulnerables

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Columna de Opinión: El consentimiento informado en la regulación chilena: avances y desafíos a propósito de poblaciones vulnerables

Yanira Zuniga Imhay

Por: Yanira Zúñiga Añazco
Doctora en Derecho; profesora de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Universidad Austral de Chile e investigadora principal del Núcleo Milenio Imhay.

El derecho a la salud es concebido como un derecho social por su carácter prestacional. Esto implica que el Estado debe garantizar a la población– en especial a aquella que carece de medios económicos suficientes–el acceso a un cuidado sanitario adecuado para conservar o recuperar la salud. El enfoque prestacional del derecho a la salud ha sido clave en su desarrollo conceptual y en su protección jurídica, tanto a nivel constitucional como internacional.  Sin embargo, la importancia de esta faceta en ocasiones eclipsa otra dimensión fundamental de este derecho: la autonomía individual.

En efecto, el derecho a la salud no solo descansa en el imperativo de promover “el disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental”, como dice el art. 12 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; requiere también el respeto de la agencia moral humana, es decir, el reconocimiento y protección de la capacidad de cada persona de autodeterminarse en el plano corporal y psíquico. El respeto de la autonomía individual no es solo una exigencia bioética, también es una obligación jurídica, cuya infracción puede acarrear responsabilidades legales.

La obligación de respetar la autonomía individual en contextos de salud (que es la contracara de un derecho individual), fue incorporada a nuestro ordenamiento jurídico por la ley Nº 20.584, de 2012, conocida popularmente como la “ley de derechos y deberes de los pacientes”. En su Art. 14, dicha ley dispone que “toda persona tiene derecho a otorgar o denegar su voluntad para someterse a cualquier procedimiento o tratamiento vinculado a su atención de salud”, y agrega que dicho derecho “debe ser ejercido en forma libre, voluntaria, expresa e informada, para lo cual será necesario que el profesional tratante entregue información adecuada, suficiente y comprensible”. Dicha cláusula, es considerada el fundamento jurídico del derecho/obligación de prestar un consentimiento informado (en adelante, CI) en lo referente a las decisiones relacionadas con acciones de salud. Adicionalmente, la ley Nº 20.584 regula, entre otras cosas, el derecho a acceder a las acciones de promoción, protección, recuperación y rehabilitación de la salud, sin discriminación arbitraria (Art. 2), el derecho al trato digno (Art. 5), el alcance, oportunidad, suficiencia y accesibilidad de la información que profesionales de salud deben suministrar a cada paciente o, en su caso, a sus representantes o cuidadores (Art. 10), y la reserva de la información clínica (Arts. 12 y 13).

Aunque la ley no contiene una definición precisa del CI, sino, más bien, un conjunto de requisitos que este debe reunir, es posible destilar de esa regulación una concepción jurídica sobre la que se asienta esta institución. El CI es, por su propia naturaleza, una decisión personal, adoptada tras una reflexión íntima, pero no es algo que pueda formarse de una manera estrictamente individual; requiere la interacción con otros, en particular con el personal de salud. Este último está obligado a suministrar a cada paciente la información necesaria, oportuna y comprensible para realizar una toma de decisión respecto de una acción de salud determinada.

No cabe duda de que la regulación legal del CI ha sido un importante avance. Antes de su establecimiento por parte de la ley de derechos y deberes del paciente, no era claro que un paciente pudiera negarse a recibir un tratamiento de salud (por ejemplo, la jurisprudencia chilena aceptó que personas que profesaban el culto de los Testigos de Jehová fueran transfundidas en contra de su voluntad), ni cuáles eran los requisitos formales y materiales que debería satisfacer ese consentimiento.  Desde el punto de vista simbólico, además, la ley ha impulsado un cambio cultural respecto de las relaciones jurídicas que se producen en contextos de salud.  Si antes el paciente era concebido como un receptor pasivo de atención sanitaria; en la actualidad, la ley obliga a tratarlo como un ciudadano dotado de derechos. Por extensión, se promueve un cambio en las lógicas organizacionales, las cuales no solo debieran estar gobernadas por directrices técnicas, sino también por prácticas de atención respetuosas con los derechos fundamentales de las personas.

Sin embargo, la capacidad de una regla jurídica de producir el estado de cosas que ella ordena o regula–es decir, su eficacia– no es algo que deba darse por sentado, o que se produzca al día siguiente que una ley es promulgada. La eficacia jurídica es, ordinariamente, una carrera de largo aliento, en la que el éxito depende de la interacción de varios factores; algunos de ellos se relacionan con cuestiones normativas (como la claridad, coherencia o completitud de las disposiciones legales) y otros remiten a cuestiones extrajurídicas, de carácter cultural o social (como la disposición o la resistencia de los destinatarios de las reglas jurídicas a cumplir sus mandatos).

La exigencia legal del CI en contextos de salud no es ajena, entonces, a los problemas de aplicación.  Ella enfrenta, en general, importantes obstáculos socioculturales que limitan su eficacia. Históricamente, la relación entre el personal de salud y los pacientes se ha vertebrado de una manera más jerárquica que horizontal, debido, entre otros factores, a la asimetría de conocimiento o saber entre ambos extremos de esta relación. Mientras la prescripción de un profesional tratante está revestida de una presunción de razonabilidad, al ser concebida como la manifestación pura de un saber científico, la decisión de una persona, que carece de dicho conocimiento, puede ser vista como la expresión de un simple querer, incluso, como un capricho. En suma, la brecha de conocimiento entre personal de salud y paciente –que es material y simbólica– tiene el potencial de erosionar el cumplimiento de estas reglas jurídicas.

Hay situaciones en que esa asimetría de legitimidad puede ser todavía más problemática. Es el caso de aquellas personas que las leyes reputan incapaces. Jurídicamente, un incapaz es una persona considerada particularmente vulnerable, por carecer, transitoria o permanentemente, de ciertos atributos intelectuales o psicológicos que afectan su capacidad de tomar decisiones por sí misma. La persona considerada incapaz, regularmente es sometida a un régimen jurídico especial que implica, entre otras cosas, un recorte, más o menos significativo, de su esfera de toma de decisiones individuales.  Las personas con discapacidad mental y los niños, niñas y adolescentes (en adelante, NNA) son ejemplos de personas consideradas incapaces en la mayor parte de los ordenamientos jurídicos del mundo. Así ocurre también en la legislación chilena. Veamos, entonces, cómo opera en estos casos la cláusula de CI.

La ley N° 20.584 contiene varias disposiciones respecto de las personas con discapacidad. Algunas de esas normas establecen obligaciones especiales destinadas a evitar que ellas sean discriminadas en su atención de salud, exigen una entrega apropiada de información y establecen garantías institucionales de resguardo de sus derechos (en este sentido, por ejemplo, los Arts. 2, 5 y 5 bis y 29 de la referida ley).

Son escasas las disposiciones que se refieren específicamente a los requisitos del CI respecto de las personas con discapacidad. El Art 24– referido única y exclusivamente a las personas con discapacidad psíquica e intelectual– establece que “si la persona no se encuentra en condiciones de manifestar su voluntad, las indicaciones y aplicación de tratamientos invasivos e irreversibles, tales como esterilización con fines contraceptivos, psicocirugía u otro de carácter irreversible, deberán contar siempre con el informe favorable del comité de ética del establecimiento”.

Por otra parte, en su redacción original la ley de derechos y deberes de los pacientes no se refería a las personas afectadas por una enfermedad o trastorno mental. Cabe tener presente que dichas personas, eventualmente, podrían quedar comprendidas en la desafortunada referencia que el Art. 1447 del Código Civil hace a los “dementes”, grupo que reputa como incapaces absolutos. Sin embargo, la ley N° 21.331, promulgada en el año 2021, introdujo reglas un conjunto de nuevas reglas sobre CI concernientes a estas personas.

Según el Art. 4 de la ley N° 21.331, las personas afectadas por una enfermedad o trastorno mental tienen derecho a ejercer personalmente el consentimiento libre e informado respecto de tratamientos o alternativas terapéuticas, con el auxilio de un sistema de apoyos que la misma ley regula. Esta regla despeja la duda que podría suscitar el Art. 15 letra c) de la Ley 21.084. Este establece que el CI debe prestarse, en general, por el representante legal cuando la persona se encuentre en incapacidad de manifestar su voluntad. Con las nuevas reglas antes referidas, la prestación sustitutiva de CI informado por el representante o cuidador en caso de personas afectadas por enfermedades o trastornos mentales solo procedería de manera residual, es decir, solo cuando no fuera posible implementar apoyos en atención al grado de afectación de la persona. En este caso, la ley dispone que debe dejarse constancia escrita de esta circunstancia en la ficha clínica, la cual, además, debe ser suscrita por el jeje del servicio clínico respectivo (Art. 4, Ley N° 21331, inciso final). En suma, bajo el régimen actual, una patología mental, no impide, por sí sola, que la persona afectada decida por ella misma acceder o no a un tratamiento.  Antes bien, la solución es otra: frente a las alteraciones en su capacidad de aprehender adecuadamente la realidad, incluido su propio estado de salud, o respecto de eventuales afectaciones en el estado de ánimo de la persona, procede implementar, en general, medidas de apoyo para la toma de decisiones.

La referida ley N° 21.331 introdujo también reglas relativas al CI en el caso de NNA. Corrigió, así, un vacío que la ley de derechos y deberes del paciente sufrió por mucho tiempo, a resultas de la supresión, en su texto definitivo, de una regla adoptada durante su tramitación, la cual permitía a mayores de 14 y menores de 18 años, tomar decisiones de salud autónomamente.  Con la remoción de esa regla de la ley de derechos y deberes del paciente, se afianzó una interpretación jurídico que asumió que las reglas de capacidad del Código Civil– las cuales priorizan la representación parental de NNA– desplazaban, a estos efectos, las previsiones de la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño.

La citada Convención, adoptada en 1989, ha impulsado una visión no tutelar de la infancia y de la adolescencia, vertebrada sobre dos principios basales: el interés superior del niño y la autonomía progresiva. Este último principio se encuentra regulada en el Art. 12 de dicho tratado y consiste en la obligación estatal de garantizar las condiciones que permiten que todo NNA pueda formarse un juicio propio, expresar su opinión libremente en todos los asuntos que le conciernen, opinión que debe ser tenida en cuenta, en función de su edad y madurez.

La ley N° 21.331 introdujo dos nuevas reglas sobre el CI en NNA, las cuales complementan y especifican el texto actual de la ley de derechos y deberes del paciente. La primera de esas reglas consagra el derecho de todo NNA a recibir información sobre su enfermedad y la forma en que se realizará su tratamiento, adaptada a su edad, desarrollo mental y estado afectivo y psicológico (Art. 10 de la Ley 20.584). La segunda establece que sin perjuicio de las facultades de los padres o del representante legal para otorgar el consentimiento en materia de salud en representación de los menores de edad competentes, todo NNA tiene derecho a ser oído respecto de los tratamientos que se le aplican y a optar entre distintas alternativas, si la situación lo permite, tomando en consideración su edad, madurez, desarrollo mental y su estado afectivo y psicológico. En todo caso, debe dejarse constancia de que el NNA fue informado en los términos antes descritos y debidamente oído (Art. 14, Ley N°20.584, inciso 5°). Según estas normas, los padres, en tanto representantes legales, siguen siendo los primeros llamados a “expresar la voluntad” de los NNA, en lo relativo a la aceptación o rechazo de un tratamiento de salud; sin embargo, este enfoque se atempera introduciendo el derecho de los NNA a ser oídos, según sus circunstancias particulares.

Si bien las reformas introducidas por la ley N° 21.331 equilibran de mejor manera los derechos de representación parental con los derechos de autodeterminación de NNA, no parece que pueda afirmarse que su estándar de protección es adecuado. Como el segundo proceso constituyente puso de manifiesto, el principio de autonomía progresiva de los NNA sigue siendo altamente controversial e inestable en la práctica jurídica chilena. Lo anterior obedece, entre otras cosas, a la inexistencia de un régimen expreso de reconocimiento constitucional de los derechos fundamentales de la niñez y la adolescencia. Queda, entonces, mucho camino por recorrer para afianzar un modelo más respetuoso de la autonomía personal en este caso.

Publicado en Radio Universidad de Chile.

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